











Bañada en claroscuro, esta obra es un diálogo visceral entre la santidad y la carne. La pieza se inspira en la iconografía barroca, reinterpretando el halo y el drapeado carmesí no como símbolos de trascendencia, sino como recordatorios crudos de nuestra fragilidad y deseo humanos. El cuerpo emerge de la oscuridad con una vulnerabilidad sin disculpas, su mirada oscilando entre el éxtasis y la angustia, como suspendida entre la salvación y la rendición. Elegí la fotografía como medio por su naturaleza paradójica: efímera y eterna al mismo tiempo. El juego dramático de luces y sombras, eco del tenebrismo de Caravaggio, dota a la figura de santidad y carnalidad, negándose a permitir que el espectador aparte la mirada. El tatuaje grabado en su piel se convierte en parte de la narrativa: marcas modernas de individualidad que desafían las representaciones tradicionales de lo sagrado. Lo que espero provocar es un instante de desasosiego en el espectador: sentir a la vez reverencia e incomodidad, confrontar la tensión entre los arquetipos sagrados y la crudeza de la vulnerabilidad humana. La tela roja no es simple paño, sino metáfora de sangre, pasión y sacrificio; envuelve y expone, protege y traiciona, todo al mismo tiempo. Esto no es la imagen de una santa, sino de la humanidad misma: atrapada en la eterna negociación entre divinidad y deseo.